Es ya un clásico
entre los cuentos y leyendas que ejemplarizan de algún modo las conductas de
insignes sabios de la humanidad, lo que se dice que sucedió fruto del encuentro
entre el gran Alejandro Magno, dueño entonces de toda Grecia y uno de los
mayores conquistadores de todos los tiempos, y el filósofo Diógenes, ambos del
siglo V antes de Cristo. Según la tradición el todopoderoso Alejandro, educado
por Aristóteles, quiso conocer a Diógenes de Sinope discípulo de Antístenes
creador de la escuela cínica, corriente filosófica que preconizaba que la
felicidad sólo podía venir como resultado del más estricto renunciamiento a
todo lo que el mundo ofrecía.
Al encontrarse Alejandro en las afueras de la ciudad en
el lugar donde entre perros y desperdicios vivía Diógenes medio desnudo y al
resguardo de una tinaja que le servía de refugio, una vez ante él quiso
mostrarle su admiración a pesar de no comprender, le dijo, su forma tan
desprendida y austera de vivir, por esta razón le dijo que le pidiese cualquier
cosa que quisiese o necesitar porque él tenía el poder de concedérsela. Entonces,
el filósofo, que se había presentado a sí mismo como Diógenes “el perro”, sin
dejarse afectar por nada de lo que el emperador representaba y le decía, e indiferente
tanto a sus alabanzas como ante sus ofertas, viendo como Alejandro Magno se
interponía entre él y los rayos del astro rey se limitó a decirle que en ese
momento sólo le pedía una cosa que sí que le podía dar, que se apartara un poco
a un lado porque le impedía contemplar el sol.
Alejandro no se lo tomó a mal, al contrario, aumentó
todavía más su admiración por el filósofo, sobre quien dijo que era a él a quien
le hubiera gustado parecerse de no ser porque ya era quien era. El emperador
tenía todos los poderes del mundo, mientras que Diógenes poseía el más grande y
preciado poder: se poseía a sí mismo y en él, sin necesidad de nada ni de nadie
había encontrado la fuente inagotable de la verdadera felicidad, qué más podía
pedir.
La humanidad, por regla general, en su evolución ha
vivido convencida de que en el exterior o algo ajeno a nosotros mismos,
personas, posesiones, dioses o lo que fuere estaba la clave que nos iba a dar
aquello que nos permitiría sentirnos a salvo, en paz y plenitud. Por eso, todos,
de algún modo o nos hemos convertido en seguidores, fieles o súbditos de
alguien bajo cuyo paraguas y protección hemos querido vivir o hemos deseado ser lo más
poderosos posibles acumulando cuantos más recursos mejor de los que el mundo y
nuestros egos permiten (posesiones, placeres, dominio sobre otros, fama,
protección del cuerpo, alargar la vida a toda costa, imagen, etc.).
Pero hoy ya hemos descubierto definitivamente dos cosas:
la primera que no hay ningún dios o poder por encima de nuestro propio ser, ya
que este, el nuestro, es en sí mismo divino y uno con la Totalidad Una. Y la
segunda cosa que ya sabíamos pero que ya es incontestable es que todas las
soluciones y todos los poderes externos son impermanentes, variables y caducos.
La alternativa que nos queda es la de nuestro interior. Y
esto es lo más grande y maravilloso a lo que nos podemos abrir, pues
ciertamente es allí donde encontramos al igual que Diógenes, y del mismo modo
que todos los grandes sabios ya lo han experimentado, la fuente incombustible,
imperecedera y eterna de nuestra felicidad, allí donde la paz surge sola, el
amor se experimenta, la unidad rebosa, la dicha se vive, el saber se
autoevidencia y cualquier otro tipo de poder que no sea eso mismo desaparece y
se eclipsa.
Se pierde el poder de ser felices y vivir en plenitud
cada vez que nos alejamos de ese fondo nuestro, o sea, cada vez que nos
olvidamos o nos alejamos de nuestro ser. Y es entonces cuando nos entregamos a
todos los poderes caducos que nos contaminan, deshacen, dominan, no nos permiten
ser libres, son fuente de sufrimiento y nos quitan la paz. Eso y no otra cosa
son toda clase de dependencias, adicciones y espejismos de toda clase a las que
nos entregamos perdiendo nuestra
libertad y quedándonos sin poder, sin el poder de ser.
No es difícil experimentarnos a nosotros mismos en
nuestro ser y desde nuestro corazón como fuentes de paz, felicidad y gozo. La
práctica de la meditación conduce a ello. Si cerramos los ojos, nos relajamos y
simplemente estamos atentos y conscientes a lo que sucede en nuestro cuerpo,
mente y sentir, veremos poco a poco que lo que surge espontáneamente es paz,
luz, claridad, amor, felicidad…, o sea, lo que somos. Pues bien, aprender a
estar en silencio con nosotros mismos, siendo capaces de ver cómo pasan por
nuestra mente y emociones todas nuestras frustraciones y miedos, nuestras
ansiedades y deseos, fantasías y parloteos de toda clase, es lo que nos acerca
a ese punto en el que ya vaciados de toda sombra y oscuridad lo que aparece es
la pura transparencia de ser…
Cuando esto se va experimentando y nos vamos
identificando con nuestro ser todos los otros poderes efímeros empiezan a
diluirse y dejan de dominarnos, nos volvemos realmente poderosos porque nos
convertimos en los dueños de nosotros mismos, haciéndose cierta la frase del
Buda: “más importante que vencer a mil guerreros en mil batallas es la
conquista de uno mismo”, o sea, del poder de ser los dueños de nuestra
felicidad, allí en donde reconocemos nuestra esencia.