martes, 22 de mayo de 2018

El poder interior. Su fuente.



            Es ya un clásico entre los cuentos y leyendas que ejemplarizan de algún modo las conductas de insignes sabios de la humanidad, lo que se dice que sucedió fruto del encuentro entre el gran Alejandro Magno, dueño entonces de toda Grecia y uno de los mayores conquistadores de todos los tiempos, y el filósofo Diógenes, ambos del siglo V antes de Cristo. Según la tradición el todopoderoso Alejandro, educado por Aristóteles, quiso conocer a Diógenes de Sinope discípulo de Antístenes creador de la escuela cínica, corriente filosófica que preconizaba que la felicidad sólo podía venir como resultado del más estricto renunciamiento a todo lo que el mundo ofrecía.
            Al encontrarse Alejandro en las afueras de la ciudad en el lugar donde entre perros y desperdicios vivía Diógenes medio desnudo y al resguardo de una tinaja que le servía de refugio, una vez ante él quiso mostrarle su admiración a pesar de no comprender, le dijo, su forma tan desprendida y austera de vivir, por esta razón le dijo que le pidiese cualquier cosa que quisiese o necesitar porque él tenía el poder de concedérsela. Entonces, el filósofo, que se había presentado a sí mismo como Diógenes “el perro”, sin dejarse afectar por nada de lo que el emperador representaba y le decía, e indiferente tanto a sus alabanzas como ante sus ofertas, viendo como Alejandro Magno se interponía entre él y los rayos del astro rey se limitó a decirle que en ese momento sólo le pedía una cosa que sí que le podía dar, que se apartara un poco a un lado porque le impedía contemplar el sol.
            Alejandro no se lo tomó a mal, al contrario, aumentó todavía más su admiración por el filósofo, sobre quien dijo que era a él a quien le hubiera gustado parecerse de no ser porque ya era quien era. El emperador tenía todos los poderes del mundo, mientras que Diógenes poseía el más grande y preciado poder: se poseía a sí mismo y en él, sin necesidad de nada ni de nadie había encontrado la fuente inagotable de la verdadera felicidad, qué más podía pedir.
            La humanidad, por regla general, en su evolución ha vivido convencida de que en el exterior o algo ajeno a nosotros mismos, personas, posesiones, dioses o lo que fuere estaba la clave que nos iba a dar aquello que nos permitiría sentirnos a salvo, en paz y plenitud. Por eso, todos, de algún modo o nos hemos convertido en seguidores, fieles o súbditos de alguien bajo cuyo paraguas y protección  hemos querido vivir o hemos deseado ser lo más poderosos posibles acumulando cuantos más recursos mejor de los que el mundo y nuestros egos permiten (posesiones, placeres, dominio sobre otros, fama, protección del cuerpo, alargar la vida a toda costa, imagen, etc.).
            Pero hoy ya hemos descubierto definitivamente dos cosas: la primera que no hay ningún dios o poder por encima de nuestro propio ser, ya que este, el nuestro, es en sí mismo divino y uno con la Totalidad Una. Y la segunda cosa que ya sabíamos pero que ya es incontestable es que todas las soluciones y todos los poderes externos son impermanentes, variables y caducos.
            La alternativa que nos queda es la de nuestro interior. Y esto es lo más grande y maravilloso a lo que nos podemos abrir, pues ciertamente es allí donde encontramos al igual que Diógenes, y del mismo modo que todos los grandes sabios ya lo han experimentado, la fuente incombustible, imperecedera y eterna de nuestra felicidad, allí donde la paz surge sola, el amor se experimenta, la unidad rebosa, la dicha se vive, el saber se autoevidencia y cualquier otro tipo de poder que no sea eso mismo desaparece y se eclipsa.
            Se pierde el poder de ser felices y vivir en plenitud cada vez que nos alejamos de ese fondo nuestro, o sea, cada vez que nos olvidamos o nos alejamos de nuestro ser. Y es entonces cuando nos entregamos a todos los poderes caducos que nos contaminan, deshacen, dominan, no nos permiten ser libres, son fuente de sufrimiento y nos quitan la paz. Eso y no otra cosa son toda clase de dependencias, adicciones y espejismos de toda clase a las que nos entregamos perdiendo  nuestra libertad y quedándonos sin poder, sin el poder de ser.
            No es difícil experimentarnos a nosotros mismos en nuestro ser y desde nuestro corazón como fuentes de paz, felicidad y gozo. La práctica de la meditación conduce a ello. Si cerramos los ojos, nos relajamos y simplemente estamos atentos y conscientes a lo que sucede en nuestro cuerpo, mente y sentir, veremos poco a poco que lo que surge espontáneamente es paz, luz, claridad, amor, felicidad…, o sea, lo que somos. Pues bien, aprender a estar en silencio con nosotros mismos, siendo capaces de ver cómo pasan por nuestra mente y emociones todas nuestras frustraciones y miedos, nuestras ansiedades y deseos, fantasías y parloteos de toda clase, es lo que nos acerca a ese punto en el que ya vaciados de toda sombra y oscuridad lo que aparece es la pura transparencia de ser…
            Cuando esto se va experimentando y nos vamos identificando con nuestro ser todos los otros poderes efímeros empiezan a diluirse y dejan de dominarnos, nos volvemos realmente poderosos porque nos convertimos en los dueños de nosotros mismos, haciéndose cierta la frase del Buda: “más importante que vencer a mil guerreros en mil batallas es la conquista de uno mismo”, o sea, del poder de ser los dueños de nuestra felicidad, allí en donde reconocemos nuestra esencia.

lunes, 21 de mayo de 2018

¿Por qué perdimos el poder?



            Cualquier idea de un Ser, llámesele Dios o de otra manera que se presente o se explique como alguien o algo separado de nosotros que es dueño de nuestra vida y destino, que nos vigila, castiga, salva o condena en función de determinados actos que debemos de cumplir u otros que según su criterio tenemos que evitar, ya nos somete de antemano a un único poder, el suyo, bajo el cual o en función del cual hemos de existir.
            Una visón semejante del fundamento de nuestra realidad y de nuestra esencia nos convierte ya de entrada a nivel psicológico y posteriormente, por el tipo de instituciones y normas que se arrogan el derecho de interpretarlo, también en la vida práctica, en esclavos, siervos y títeres de esa realidad suprema que así, según esa versión, es del todo inventada e inexistente.
            El temor a ser castigados, juzgados, condenados incluso para siempre por un Dios allá afuera, empobrece absolutamente nuestra capacidad de ser. No entramos ahora a analizar o juzgar si esa visión tuvo que ser así, y por lo tanto si fue conveniente en función de la escasa capacidad de comprensión y conciencia que los seres humanos en un tiempo muy primitivo de nuestra evolución tuviésemos, por lo que tal vez aún necesitásemos del temor al castigo como arma para que entre unos y otros nos respetásemos y preserváramos nuestras condiciones de crecimiento y relación de unos con otros como especie. Seguro que algo de eso pudo ser. Y sabemos de las consecuencias ahora ya negativas a las que eso nos ha llevado o nos puede llevar.
Pero ese tiempo pasó. Hoy estamos inmersos en el nacimiento de una nueva conciencia en una nueva humanidad cuyos albores ya se hacen presentes en los seres humanos. Hoy sabemos quiénes somos, nuestro origen y destino, que para nada están separados ni tutelados por ningún Ser o Dios separado de nuestra esencia, y por eso mismo también sabemos desde lo más hondo de nuestra identidad real que todo aquel poder que en el pasado proyectamos fuera y en él, justo ese poder, el mismo, se halla en nuestro propio corazón porque nuestra esencia y la suya son la misma.
Lo podemos decir, pues, así de claro: nuestro es el poder, y por lo tanto nadie por encima de nosotros en lo que a poder interior se refiere, porque el poder de ser forma parte esencial de nuestra naturaleza.
Y digamos para completar esta comprensión nuestra, que del mismo modo que en un tiempo proyectamos todo nuestro poder fuera en ese Ser imaginario, –no en el Ser Real, que es el Ser Uno o Dios Uno-, también a continuación creamos infinidad de otros dioses o sucedáneos de aquel, unos porque se autoerigían a sí mismos como tales imponiéndose más o menos pacíficamente sobre la gente para mejor utilizarnos, adueñarse de nuestras vidas, posesiones y controlarnos a su servicio, y otros porque han formado esa retahíla de diosecillos a los que les hemos dado también el poder de hacernos creer que con ellos seremos felices, el sufrimiento desaparecerá y no sé cuántas cosas más, piénsese en todo lo que le mundo del tener tan bien representado por la llamada sociedad de consumo y ahora del bienestar nos ofrece. También esos diosecillos y esos elementos de consumo han de ser desenmascarados por la conciencia que pretende ser de verdad libre.
Ninguna felicidad, ningún amor, ningún paz, ningún poder que no tenga la fuente en nuestro interior se sostiene por sí mismo, todos tienen los pies de barro, todos son quebradizos y, más pronto o más tarde, si nos son utilizados conscientemente por nosotros y a nuestro servicio, como dentro de un juego en el que nosotros nos servimos de ellos y no al revés, nos esclavizan o devoran.







¿Dónde está nuestro poder y de qué poder hablamos?



            ¿Dónde se encuentra nuestro poder? La respuesta a esta pregunta es obvia: se encuentra en nosotros como no podría ser de otro modo, porque cualquier cosa, persona o circunstancia a la que le demos ese poder lo que evidencia es que ya no es nuestro sino que se halla fuera de nosotros en aquello a lo que sí se lo hemos reconocido o en lo que lo hemos delegado. Nos convertimos así en personajes dependientes de algo externo a nuestro ser y, por eso mismo, sin poder propio. Aunque también es verdad que el poder nuestro tiene la genuina cualidad, como luego veremos, de que si lo perdimos puede ser perfectamente recuperado de nuevo, además de que no se trata tanto de  arrancarlo de aquello a lo que lo transferimos sino de permitirnos que renazca de nuevo en nosotros en nosotros mismos.
            Pero, ¿de qué clase de poder estamos hablando? Es cierto que existen muchos tipos de poder, por ejemplo el que otorga la fuerza física, también el del dinero, o el de las posesiones, como el de la autoridad, o muchos otros…Pero a nosotros aquí el que no interesa es el poder de ser felices, también el de decidir nuestro destino, así como el de elegir aquello en lo que queremos invertir nuestra energía, saber y amor, y más en concreto también el de afirmarnos en nuestro propósito de vida y misión en esta existencia. Por supuesto que este poder del que estamos hablando nos capacita igualmente para ser los dueños absolutos de nuestras reacciones frente al mundo en cada una de las formas en que este se nos presente: bien sea como alabanzas o críticas, como situaciones de escasez o de abundancia, de salud o enfermedad, de paz o de guerra, en situaciones placenteras o dolorosas, de luz o de sombra.
            Hablamos de que siempre evidentemente están sucediéndonos cosas, y estas nos llegan bajo mil formas, pero la reacción que tomemos nos pertenece, y en último caso, si hasta esa reacción parece irse de nuestras manos, siempre nos queda la posibilidad de no identificarnos con ella, porque somos en efecto más que nuestras reacciones, somos el ser que las contempla sin mancharse ni afectarse nunca por ellas.
            ¿Quién nos da o nos quita, nos reconoce o no nuestro poder de ser? Sólo nosotros, en exclusiva. Nadie fuera de nosotros mismos tiene la capacidad, la autoridad o el rango de cualquier tipo que sea que le permita darnos o quitarnos ese poder interior o espiritual de ser aquello que decidamos por nosotros mismo.
            Pero ocurre, por desgracia, o seguramente como parte de nuestro aprendizaje, que esto lo podemos haber olvidado, de modo que inconscientemente permitimos a otras personas, instituciones o lo que fuere el que se apropie de nuestro poder de decidir sobre nuestra propia existencia, también el de ser felices o desgraciados y, algo muy importante, el de decidir cuál es nuestro propósito y sentido en la vida. Sabemos que esto es así por el sufrimiento que se experimenta cuando así sucede.
            Por todo ello, y si de verdad queremos vivir en plenitud nuestra vida, gozosamente, libremente, lo que tendremos que hacer es en primer lugar tomar plena conciencia de a dónde hemos dejado ese poder, en qué o por qué manos, personas, objetos, circunstancias, instituciones, dioses, o lo que sea lo hemos entregado o por los cuales nos lo hemos dejado arrebatar. Y eso es muy importante que lo veamos claramente, porque sólo así podremos recuperarlo al retomar todo lo que allí fuera de nosotros, en todo ello habíamos proyectado.
            ¿A quien o que le hemos dado el poder de ser felices, de salvarnos, de vivir en paz, de vivir libres de culpa, de sentirnos luminosos y puros al margen de cuales sean nuestras decisiones y actos, de decirnos lo que es bueno o malo, moral o inmoral, lo que nos conviene o no…? Todo esto lo tenemos que revisar si de verdad queremos recuperar nuestro poder de ser y por lo tanto nuestro bien más preciado que es el de la libertad de ser.
            Nos hallamos en el tiempo de la vuelta las esencias, a la verdad de lo que es, de lo que somos, y por lo tanto este es el tiempo, siempre lo fue, pero ahora de manera especial porque nuestras conciencias están más despiertas para ello que nunca, de regresar a nuestro verdadero Yo, libres de tantos y tan diversos “tutores”, vigilantes o Gran Hermano sea cual sea el rostro que muestre, los cuales habían absorbido, retenido o manipulado, porque nosotros así se lo habíamos permitido, nuestra voluntad de crear, de vivir, de amar y sobre todo de ser desde nuestra particularidad única.






La vida encorsetada y condicionada.



            Unos lo viven aún así, otros lo pueden recordar, pero esta existencia no es algo que se mueve siempre dentro de un mismo parámetro en que todo se experimenta más o menos de la misma forma. A diferencia de las hormigas que si las observamos bien veremos que parecen estar moviéndose siempre de la misma manera, repitiendo los mismos patrones y comportándose de idéntica forma, cosa que seguramente hacían de idéntico modo sus antepasadas, los seres humanos tenemos otra dinámica bien distinta, aunque algunas veces pareciera a una mirada superficial que nos comportásemos como ellas.
            Decimos esto porque en una primera fase de nuestro crecimiento y evolución, da la sensación de que nuestra existencia es meramente mecánica, instintiva, rutinaria y es así porque vemos que lo que domina en ella son conductas muy simples, tan simples que están ligadas sobre todo a nuestra dimensión corporal y terrestre en cualquiera de sus facetas, como por ejemplo las de sobrevivir, protegernos, reproducirnos, rechazar todo lo que nos produce dolor y repetir o aferrarnos a aquello que nos ofrece la posibilidad de placer.
            Asociado a lo anterior vamos desarrollando poco a poco nuestra capacidad defensiva, de ataque y protección así como distintas formas de evidenciar y expresar poder con el fin de garantizar nuestro control sobre el medio en que nos movemos.
            Estas tres características autodefensa y protección de la vida, búsqueda de placer frente al dolor y desarrollo del poder frente al poder de los demás se convierten así en los pasos que acompañan a una existencia primitiva de la humanidad. Nosotros aquí no vamos a entrar en matizaciones sobre esto que estamos diciendo, y que podrían extenderse a tenor de lo que la antropología nos muestra. En cambio, lo que sí que nos interesa es tomar las líneas maestras de ese modo de ser y estar por lo que reflejan de conductas mantenidas y que se repiten arquetípicamente a lo largo  a lo largo del tiempo y de las existencias.
            Así, podemos constatar en los seres humanos de todos los tiempos y por lo tanto también de hoy actitudes, conducta y hábitos que están motivados esencialmente por la célebre expresión popular del “comamos y bebamos que mañana moriremos”. Esto que parece tan simple y ordinario encierra en sí mismo formas de entender la vida que parecen concebirla como un espacio cerrado, dentro de un tiempo determinado y en unas circunstancias que como todo lo demás depende de una especie de determinismo o fatalismo del que cada uno a su manera se protege, huye o trata de salvarse como puede. Y dentro de ese nivel, en eso consiste sobre todo vivir.
            De esta manera y encerrados dentro de lo que hemos calificado como “burbuja” por lo que significa de vivir una vida sin proyecciones ni ventanas a la trascendencia, tratamos de buscar y encontrar todo aquello que nos afirme para que nuestra vida en todas las formas en que la experimentamos se mantenga y alargue con el mínimo de contrariedades y lo más que se pueda. Y esto se hace de mil formas como todos sabemos.
            A veces recurrimos a dioses, o seres de otros mundos para sentirnos protegidos y salvados de cuantos temores, como el de la escasez, la enfermedad y sobre todo la muerte nos van aquejando, y por eso nos aferramos algunos a las diferentes religiones. También pretendemos hacernos fuertes y sentirnos seguros agrupándonos unos con otros bajo innumerables y distintos pretextos, y de ese modo reforzamos el mundo de nuestras relaciones, desde la familia, el grupo de amigos, la pertenencia a un país, cultura, religión, nación, etc. Hasta con nuestros ejércitos parece que nos vamos a sentir mejor, y luego están los estados que quieren garantizarnos que vamos a disponer de todo cuanto necesitamos para estar bien. Y es así como estamos finalmente rodeados de incontables garantizadores o vendedores de seguridad, felicidad y bienestar, los cuales ayudan a calmar nuestros vacíos y ansiedades.
            Y por si todo eso no fuera suficiente, junto a ello hemos desarrollado en nosotros mismos una ansia desmedida de acumulación y consumo de cosas y objetos de todo tipo, también de circunstancias, a las que les hemos dado la función de aportarnos la sensación de que estamos bien y de que con todo eso la vida de cada cual será mejor, de más calidad, más segura y nos irá acercando al ideal de plenitud que buscamos. Comer, comprar, tener, acumular…, nunca tenemos bastante y nos convencemos de que lo siguiente que venga, la nueva casa, el nuevo coche, la nueva relación, el nuevo estado, los nuevos inventos y progresos, en la ciencia, la técnica, la medicina, la informática, etc.,… nos ofrecerán al fin el paraíso o la situación ideal soñados. Mientras tanto aguardándolo, como esperando a un Godot que nunca llega.
            Porque las cosas no suceden tan fácilmente como creíamos: el coche se estropea cuando más lo necesitábamos, el trabajo nos falla, la enfermedad llega, la pareja tiene sus altibajos si es que no se rompe, los impuestos nos incomodan, el vecino de la casa no nos deja dormir, aparecen problemas con nuestro mejor amigo, un familiar al que queríamos mucho se nos muere, etc., etc.
            Y entonces, para contrarrestar y compensar todas esas cosas luchamos denodadamente, nos esforzamos, y ponemos de nuestra parte todo cuanto podemos y sabemos para que haciendo de cortafuegos o de murallas de contención todas nuestras idealizadas seguridades no se quiebren y se mantengan. Para ello, nos sacamos dos carreras si hace falta, ahorramos al máximo, vamos a los mejores médicos, votamos al que consideramos mejor partido para que gobierne, compramos bonos del estado, y hasta encendemos velas a todos los santos además de mil cosas más.
Pero ¡ay!, esta vida no puede ser controlada, se nos escapa de las manos, va por libre o por lo menos al margen de nuestro deseos, fantasías y exigencias. El existir desborda todas nuestras previsiones y controles. Es algo que sólo depende de sí mismo. Y al descubrirlo, en la medida en que no nos es posible escapar ni escabullirnos de sus contratiempos, adversidades, fatalidades e imprevistos pasa a ser visto fatídicamente como una cárcel para nosotros, o por lo menos como un corsé que nos aprisiona, un lugar del que no sabemos cómo librarnos de sus límites y condiciones para llegar a sentirnos en algún momento de verdad y no como antes libres, seguros y salvos.
Y todo, porque son infinidad de situaciones, condiciones y personajes los que en principio parece que tiene el poder de amargarnos o deleitarnos, hacernos sufrir o que nos sintamos bien, que seamos felices o nos veamos como los más desgraciados del mundo. De este modo, al final es como si nuestra vida, su destino y como la vivamos dependiese exclusivamente de un ingente número de contingencias, llamémosles dinero, imagen social, número de amigos, relaciones, estado físico, títulos, posesiones, etc…, todo externo a nosotros en cuyas manos y no en nosotros estuviese la llave que determinase cómo nos vivamos. ¿Es eso de verdad así?
Lo bien cierto, es que en lo que consiste lo esencial de la aventura de la humanidad, lo que se allá en el fondo y detrás de todas nuestras luchas y esfuerzos, y por eso mismo lo que estamos siempre buscando es una vida en plenitud, una felicidad sólida que no esté sujeta a ningún tipo de amenazas, grietas, sobresaltos o cuestionamientos, o sea que esté libre de toda eventualidad que no podamos controlar.
Pero cómo lo hacemos, con qué presupuestos y creencias, cual es la fuente real de poder, ¿se halla fuera, se encuentra en nosotros? De cual sea la respuesta va a depender que el logro de la verdadera felicidad ya aquí en la Tierra sea una mera utopía o una realidad alcanzable y cercana.
¿Es posible alcanzar ese estado de dicha?,¿de qué depende?, ¿cuál es el secreto, si es que lo hay, que esconde las condiciones que nos abrirán las compuertas a esa ansiada vida?, ¿pero de verdad existe esa puerta que espera ser abierta para que al traspasarla nos adentremos en el camino de la Luz, el Amor y la Felicidad que alumbre una nueva existencia que supere por fin los límites y las frustraciones de la anterior?
Planteados los interrogantes, y puestas sobre la mesa esas cuestiones tan definitivas y candentes, nosotros ahora nos proponemos el gran reto de ofrecer una respuesta afirmativa que sea a su vez coherente, clara, práctica y satisfactoria. Queremos encontrar y mostrar las llaves que nos abran y adentren, habiendo visto nacer en nosotros una nueva conciencia, a una nueva humanidad. Vamos a intentarlo con el corazón, el alma y la intuición.