Hay
algo que las personas no acabamos de valorar del todo: ¡nadie recuerda no haber
sido!, en cambio todos recordamos nuestro pasado hasta que vemos como este se
esfuma y diluye en el tiempo. Nadie tiene memoria ni atisbos de sí mismo como
no ser, ni tampoco del momento en que nace a la existencia por primera vez,
pero todos sabemos que existimos y de esto no nos cabe duda alguna; a partir de
ahí se puede creer, como máximo, que hubo un tiempo en el que no fuimos y, si
acaso, que habrá otro momento en el que dejaremos de existir, o no…
Yo
soy de los que piensan y sienten, desde un runrún inexplicable en la conciencia
de mi, que tiene por “detrás” un pasado infinito con un futuro sin fin; y todo
eso dentro de una existencia eterna e incluso más allá del tiempo y del espacio
tal y como lo concebimos ahora desde nuestra conciencia ordinaria. Si no fuese
así, el título de este apartado carecería de sentido. Nuestra alma es una con
la vida y con la consciencia que la anima, y ambas, vida y consciencia, no
tienen principio ni fin sino que en y desde su atemporalidad se expanden
entrando en el tiempo-espacio a través de las infinitas almas-forma de la
existencia. Lo que explica nuestro ser como individuos.
Desde
nuestra eternidad, pues, nos movemos, y a partir de ella existimos como seres
individuales con historia, creando, experimentando, aprendiendo en infinidad de
contextos a través de los cuales nos realizamos al desarrollar y poner en acto
lo que “dentro” en nosotros existe como potencial infinito. Y para que esto se
haga efectivo, nos hemos dado y dotado de un mecanismo maravilloso: el de la
evolución del alma; de tal forma que nuestra existencia es una existencia en
evolución, y, por lo tanto, dinámica, de extroversión, aprendizaje y maduración
constantes por dentro y por fuera, sin
que eso suponga para nada, excepto en el pensar puntual de la mente, la
separación del Fondo, del ser divino, de esa Matriz o Madre Divina completa en
sí misma, y en plenitud constante “donde” siempre y en niveles intemporales y
sutiles existimos.
Por
eso, nacer supone que estamos siguiendo un proceso, un camino, el trayecto del
alma evolucionando desde el aparente no ser al ser, desde la inconsciencia a la
consciencia, desde la sensación de muerte a la inmortalidad, desde la oscuridad
a la luz, desde la ignorancia de nuestra verdadera identidad al despertar
sabiéndonos como identidades divinas sabias y gozosas creadoras de nuevos
mundos y realidades, de nuevas circunstancias y condiciones en las que
experimentar y plasmar la vida divina. Pero esto se consigue paso a paso, como
ocurre todo en la naturaleza en donde cualquier cambio viene precedido por
infinitos y minúsculos movimientos, a veces imperceptibles, que lo prepararon y
precedieron. En el caso del alma humana esos pasos previos suponen aprendizaje,
transformación y superación, soltar lo viejo, caduco, denso y poco evolucionado
para tomar lo nuevo, más acorde con la riqueza de nuestro ser, que nos llama
continuamente a la creación de experiencias superiores de existencia.
Pero
esto no se puede realizar en una sola vida con las características de
temporalidad limitada que hoy tienen nuestros cuerpos físicos, y por esta razón
nos traemos cada vez al nacer determinadas y limitadas tareas, algunas de ellas
muy concretas, otras más abiertas, y todas siempre en función de nuestras
necesidades, nivel de aprendizaje, asuntos pendientes de la vida anterior,
voluntad y tendencia hacia específicos fines a los que kármicamente nos
hallamos unidos, etc. Todas estas cosas son las que configuran lo que hemos
definido como el propósito de cada alma
al nacer.