Había llegado yo a
casa, era tarde y hacía frío. Como de costumbre, cenamos mi mujer y yo,
hablamos un rato, comentamos sobre algunos acontecimientos del día y pronto,
pues la noche invernal invitaba a ello, nos fuimos a la cama. Un cariñoso beso
fue la antesala de un cálido, placentero y profundo dormir.
Entonces
tuve el siguiente sueño:
“Un señor de
cierta edad llevaba de la mano, paseando con él, a un niño de ojos azules,
rubito, que tendría unos cinco años, jugueteaban ambos y se reían, se veían muy
felices. Se sentaron en uno de los bancos de un bonito parque, y el niño, como
ya había hecho otras veces dijo:
-“Abuelo,
abuelo, quiero que me cuentes un cuento”.
Y,
efectivamente, como los deseos de su nietecito eran para el abuelo órdenes, faltó
tiempo para que empezara a brotar de su boca, el siguiente relato:
“Había
una vez en un pueblo pequeño una mujer muy hermosa de nombre María, esta
conoció a un apuesto y guapo joven que se llamaba José, ambos se enamoraron; y
tan grande era su amor que pronto ella se quedó embarazada. Pero como no
estaban aún casados y su familia les puso muchos reparos en su nueva situación
los dos, a su pesar, tuvieron que buscar en otro pueblo donde no se les
conociese una casa para vivir. Y así fue, en estas circunstancias, como nació
su primer hijo, luego vinieron más.
Pasaron,
es verdad, dificultades de todo tipo, pues la vida era dura y difícil, pero la
sobrellevaron con una cierta deportividad, paciencia y, desde luego, mucho
tesón. Aún tuvieron un último hijo, el octavo, cuando ya nadie lo esperaba, que
se llamó Andresito. Este fue un niño que pronto se reveló sensible, inteligente
y despierto, aunque, con el tiempo, se hizo vanidoso y cargado de cierto
orgullo, su principal fuente de problemas, pues desde siempre quiso ser el
mejor y sobresalir sobre los demás, por desgracia, y esto era de verdad lo
malo, a costa de no aceptarse y quererse a sí mismo, lo cual es la peor de las
cosas que a uno le puede pasar.
Fue
pasando el tiempo, Andresito creció y se hizo mayor, Andrés le llamaban ya
todos. Fruto de su actitud despectiva se olvidó de los demás, prácticamente
sólo existía él para sí, no se percataba de la lucha, el esfuerzo, el trabajo,
los sinsabores y los sufrimientos que muchos tenían que experimentar en la
vida, así que miraba con cierto desdén a los pobres y a los más desvalidos, a
los necesitados y a los que se hallaban solos, a los que no solían “triunfar”
en la vida. “Mientras no me pasen a mi estas cosas”, se decía.
Hasta
que un buen día, día de la
Navidad por cierto, andando por la calle se encontró en una
esquina, sentado, aterido de frío y con la mano extendida, pidiendo limosna, a
un pobre anciano que en voz baja le dirigió a él, a Andresito, mientras pasaba
por su lado, un entrañable y sincero “feliz navidad, buen hombre”. Pero, Andrés,
en sus cosas y como era su costumbre prefirió ignorarlo; aunque esta vez
ocurrió algo extraño, muy raro, y es que experimentó un ligero mareo, un vahído
que pareció llevarlo al suelo. Entonces, dentro de ese particular desmayo pudo
ver de nuevo a aquel hombre de la esquina, pero ahora no viejo ni mísero sino
siendo un ángel luminoso, esbelto y radiante, con un traje blanco, precioso, y un
rostro lleno de ternura y amor que le hablaba a él como si fuera un conocido de
siempre. Se comunicaban sin palabras, no hacían falta, le recordó su pasado y
quien era, también le dijo a qué había venido aquí, para qué había nacido, nada
que ver, por supuesto, con su talante arrogante y egoísta, y le mostró su
verdadero rostro, donde Andrés se reconoció como un ser no menos luminoso y
lleno de un inmenso amor, bondad y ternura. El ángel, luego, le acercó una
piedrecita que brillaba y que tenía forma de corazón, se la puso a modo de
despedida en su mano mientras ambos esbozaban una gozosa y feliz sonrisa…
Andrés,
medio aturdido abrió los ojos tratando de recuperar de nuevo el equilibrio, y
manteniendo presente en su mente todo lo que había estado ¿viviendo?, ¿soñando?
Dirigió a continuación su mirada hacia la esquina como queriendo encontrar a…, ¡pero
allí no había nadie!, ¿dónde estaba el anciano?, ¿habría sido todo una
alucinación que él experimentó? Se frotó los ojos, y al hacerlo se dio cuenta
de que aún tenía la mano cerrada, la abrió y en ella estaba, para su sorpresa,
la piedrecita brillante en forma de corazón…Andrés estaba extasiado, no sabía
si llorar o reír, si gritar o callar. Alguien pasó entonces junto a él que le
volvió al presente, alguien que le esbozó una sonrisa de complicidad mientras
le decía con cierta pícara sonrisa “feliz Navidad”, pero cuando se giró para
responderle…”
Sonó
el despertador; ahora fui yo quien abrí los ojos, miré el reloj y comprobé que
eran las siete de la mañana, mi mujer a mi lado aún dormía placidamente, no
cabe duda de que yo había tenido un bonito sueño, pues empezaron a venirme
algunas de sus sugerente imágenes: el abuelo, el niño, un cuento, el anciano,…que
así lo atestiguaban. Por otra parte, me sentía realmente feliz, extrañamente
feliz, como desde hacía mucho tiempo no lo había experimentado, así que me
entraron unas ganas inmensas de comunicar mi alegría y de compartirla, traté
entonces de abrazar a mi esposa, pero cuando iba a hacerlo…vaya, me di cuenta
de que mi mano estaba aún cerrada como sujetando algo, con fuerza, como para no
perderlo, y la abrí, ¡allí estaba de nuevo la piedrecita brillante con forma de
corazón! ¡Había sido real, no había estado soñando!
Besé
a mi mujer, me levanté, salí a la calle, y a todos cuantos pasaban junto a mi
les decía, brotándome las lágrimas con emoción incontenible: ¡feliz navidad!,
¡feliz navidad!, ¡feliz navidad a todos!...Ya no me importaba si se lo decía a
un anciano o a un niño, a un pobre o a un rico, a un conocido o a un extraño,
porque para mi todos eran en esencia lo mismo, ya que los podía, por fin,
percibir como lo que eran, como lo que siempre habían sido, ángeles vivientes,
seres de luz disfrazados de mendigos o de ejecutivos, de sanos o de enfermos,
de víctimas o verdugos, de cualquier tipo de personaje que fuera, pero a los
cuales y gracias a la piedrecita que yo guardaría para siempre en mi corazón ya
no dejaría de reconocer desde el fondo en lo que de verdad son.
Ahora
estaba ya, pues, del todo despierto, no cabía la más mínima duda, entonces...sonó
el timbre de casa, fuimos a abrir y allí estaba, espléndido como siempre, el
mejor, ¡qué iba a decir yo!, mi nieto con sus papás; Álvaro me cogió como él
acostumbra a hacerlo, tomando el dedo de mi mano que sí puede rodear con su
manita y me llevó hacia dentro, hasta el sillón donde él sabe que me gusta
estar sentado, y mirándome con esos ojos que parece que escruten hasta el fondo
del alma me dice: “Abuelo, ¿quieres contarme un cuento que me hable de piedras
brillantes en forma de corazón, de ángeles y de…?...”